Las ciudades invisibles
Tardé 30 años en verlas. O al menos en darme cuenta de que estaban ahí.
Están ocultas bajo las capas de cemento y prisa y han aprendido a guarecerse contra los depredadores de nueva generación. La evolución ha hecho más poderosos a sus enemigos, pero ellas aun tienen una ventaja de su parte: siempre han estado ahí. Conocen y sienten la tierra que pisan mejor que cualquiera que venga a expulsarlos. Y el instinto de supervivencia es el más fuerte de los impulsos vitales.
Una ciudad invisible pertenece a los restos de un pasado íntimo, pertenece a cada pedazo de tierra y asfalto, un lugar que aún conserva refugios para cada individuo.
Esta es la historia de una ciudad invisible. Pero para entenderla no podemos mirar con la misma lente deformada que observa todo bajo un mismo patrón. Y yo la encontré tras una pequeña puerta de hierro y cristal con un cartel colgado en su frente:
“Este local NO se vende”
La tienda de encuadernación Díaz Quirós decía bien claro lo que opinaba. Pertenecía a una ciudad especial, a una ciudad invisible, que había perdido terreno ante una señora fría y calculadora llamada Especulación. Esta señora de vientre pálido y voz impertinente apareció un día en la puerta, ofreciendo un trato al señor Díaz Quirós. Este, muy gentilmente, la agarró con sus manos enormes y callosas y la lanzó lejos de su cueva. Al día siguiente, un certero cartel apareció contrarrestando el de “Se vende” que la viscosa visitante había conseguido colgar en los dos locales contiguos.
Antonio, el hombre tras la máscara del señor Díaz Quirós, me habla ahora de lo que era su ciudad 20 años atrás, cuando no era invisible, cuando la gente era otra, cuando el mundo era otro.
-¿No es lo mismo ahora que lo que era?- le pregunto.
– No, porque algunos se han muerto, otros se han ido y otros… ya no son. – Me responde mientras recorremos algunas de las calles de su ciudad, revelándome el pasado de lo que vamos viendo en ese momento.
Como un viaje en el tiempo, la oficina de Bankia de la calle Calatrava se convierte en un populoso colmado, donde la gente acude en ruidosa armonía, para contarse las últimas noticias del barrio;
la huevería, clausurada desde hace años, vuelve a abrir su estrecha puerta de madera esperando a los primeros clientes de la mañana;
la lechería del número 16, con su cierre metálico ahora estropeado, reparte de nuevo botellas de cristal bajo fianza de una peseta;
la droguería, tapiada por tablones de aglomerado, vuelve a surtir sus fórmulas universales entre el vecindario.
Can´t kill what´s inside-NO PUEDES MATAR LO QUE YACE DENTRO, proclama en su fachada una pequeña muestra de arte urbano .
La mirada grisácea de Antonio muestra que es consciente de que su ciudad invisible va perdiendo poco a poco las piedras que permitían pisarla. Pero el cartel sigue ahí, colgado, combatiente, en la puerta de uno de esos locales que empiezan a extinguirse en Madrid, mostrando aun toda la resistencia que se le puede oponer a un mundo que tiene cada vez menos en cuenta que nuestros sueños se crean con las cosas que construimos y no con aquellas que compramos.
Keral